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26 de octubre de 2007

'Nocturno parisino'. Presentación del libro "SEQÜANA BARROSA"


Futoransky, Luisa: Seqüana barrosa
Jerez de la Frontera, EH Editores, 2007
Col. Hojas de Bohemia, núm. 12

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Abro Sequana Barrosa y la veo cruzar. Su bicicleta tiene alas, porta alas de mimbre, de juncos de ribera, de sediciosa seda de Estambul. Es ella, me digo pronta. La conocí en palabras, nos cruzamos apenas unos correos, virtuales, vaya a saber, la única virtud le queda solamente a la palabra.
Viene bajando el río, zigzagueando el mapa de las eras, las costumbres atávicas del hombre, exprimiendo lugares y tiempos y lugares, tréboles de ayer y de hoy saltando entre sus manos de Eva tránsfuga de un Edén imposible. Ella lleva en los dedos las cuatro hojas de ese milagro a punto de extinguir, ya lo han dicho botánicos, junto al luronium natans, son especies que pueden fallecer, como mueren los versos lejos de las caricias de unas manos capaces.
Se acerca en bicicleta, tiene heridas París de sus ruedas inmóviles, tiene arrugas París, porque Luisa pliega sus calles y sus tiendas, sólo para mostrarnos que existen otras torres de suburbio, que el vino sube a mesas a cantarle al oído, que la verdad no existe y podemos hacer con ella unos Elíseos, una tumba a la guerra o lo que venga en gana.
Llega sonriente, perforando ese frío de ciudad que se viste de campo los días más festivos. Se detiene y contempla los viejos tenderetes de aquellos bouquinistes a la orilla del agua. Coge de allí unos libros, los desnuda, los mezcla, los teclea a jirones y, dándoles el aire de su voz, convierte sus mil textos en poemas.
Hay que cocer poemas, hay que hacer que el poema sea hijo de la verdad e hijo de la farsa, del cine, hijo también del arte, de la piedra, del mármol, de aquellos monumentos de ciudades lejanas por donde ya pasó Futoransky, tomando fotografías, datos, cifras de muertos, aquelarres. Hay que hacer que el poema sea poema y a la vez no lo sea, porque en la irrealidad de todo está lo más real. En la noche, los sueños, la libertad, la vida. Hay que hacer de chistera. Ella abre la cesta que lleva en su rodar y saca alegremente la capa y el sombrero y la capacidad de convertir el tiempo en un conejo que llega hasta Caen, donde la actual Abadía de los hombres, hasta Pekín; se recorre la vida y va de Pe a Pa hasta dar con el río de la idea y aniquilar distancias.
De pronto mira el Sena, lo ve como un espejo y está detrás Irlanda y hay un bufón, lacayo y cantor del serrallo presidencial francés y pedalea y Naxos aparece como un terrible juego de abalorios y ahí revuela un loro que canta y que repite, tenazmente, el nombre del amante que no precisa dar nombre a la beldad, a la verdad de ser sencillamente bohemia y lacerantemente poeta.
He aquí una poeta, se escucha entre el murmullo que asiste a los domingos de frío de París. He aquí una poeta, ya se dijo con grandes titulares llegados de la France Press.
-Esta mujer, ahí donde la ves, pedaleando con enaguas de crinolina por los viejos Boulevards, es poeta -dijo Madame Feraud, delante de unos textos de Sófocles y Homero-.
-Su poesía es fruto de una nebulosa intelectual -aseveró Michel, signándose tres veces ante un virgencita tallada exactamente para los desesperados- y, como tal, espera, bebiéndose el Negroni en la Piazza del Popolo, a que llegue el Apocalipsis.

Va anocheciendo, en París anochece temprano, los bares se retiran casi a hora de clueca y el Sena ha de inventar sus historias nocturnas para arrancar su soledad. Bajo la oscura estera del vacío cruza un tren en la noche de otoño, porque en París los meses han decidido juntos un trueque en sus horarios y arrastran suavemente las manos de Perón que siguen conversando con las otras del Che.
De pronto, Luisa toma unos apuntes que ha de tipear y se le mezclan siglos, iones, lenguas, palomas, guitarras y roperos y la voz de Ezra Pound y el grito de Filippo y la Pampa; y teclea a derecha y baja y adelanta los puntos suspensivos, guión alto, un vacío. No es preciso medir, el poema se escapa, se esta yendo a su aire y la gente pretende la libertad, lo libre, un poquito de hielo y unas gotas de azul libertinaje y que no suba más la gasolina. Y ella escribe, amparada, qué digo, buscando en el amparo a los monjes del Císter, que viven como horas bajo el cielo nocturno, como cluecas cantando debajo de las sayas de la Virgen, como nómadas siempre de una historia a otra historia, en libros repetidos como los viejos cánones de la Iglesia.
Y ahí, como sucede en el Quijote, pero no con un burro sino con un animal de industria y pedaleo, se le pierde la bici, se le aduerme la rueda de la sombra, se le desvía el metro y regresa paseando hacia el Centro Pompidou. Deshace la memoria, porque en recordar consiste saber lo que olvidamos, en olvidar se aprende nuevamente un lenguaje; reconstruyendo, vamos levantando la mística ciudad y dudando sabemos. Sabemos del ayer que nos muestra las cosas y decimos: no es posible, no veo a Remedios la bella levitando, no creo que Borges no encontrara a aquel crucificado al fin, no sé si la verdad tan sólo es relativa, no caigo, ahora mismo no caigo, no entiendo de qué vientre nacieron tantos hijos ni qué padre cubrió a aquellas criaturas del Edén ni qué serpiente hablara -para luego callar en stand-back- ni qué hombres bajaran, qué hijos de los dioses, de qué imperio, de qué lugar ajeno aún a la Nasa se mezclaron con qué, o qué visión tuvimos, entre vinos de Italia y españoles, con el Mosel del Rhin y el vinho verde, que nos hizo cainitas, poetas, soñadores, como a Luisa. Enormes trasgresores, cultos, atiborrados, plenos de manzanas y en cueros, en cueros siempre, desnudos siempre, enfebrecidos siempre, con esa hilaridad del que nos cuenta algo y ese algo no tiene sino la violencia de existir, la precisión de hacerse a nuestra imagen, de ser cierto.

Abro así, definitivamente, Sequana barrosa y penetro en el verbo de la deidad, me acerco hasta su oráculo. Subo a la embarcación que hay bajo sus pies y veo los escritos, no sé si un poemario, no sé si un codicilo, no sé si es un grimorio, no sé si otra manera de entreabrir una lumínica cajita de Pandora y me sumerjo en sus páginas. He viajado mucho, he conocido mucho, he leído en las manos de Luisa las letras de los clásicos, he aprendido París, otro París distinto al de la voz de Piaf, pero la misma música; al de los violinistas, pero de igual madera. Me he sentado en las calles en donde retozó la Maga de Cortázar, me he inundado la sangre de todo lo que es sangre, de todo lo que es letra, de todo lo que es filo cortante, de poesía.
Cuando leáis la obra, no la miréis distinta por la táctica, no la nombréis distinta por el metro, no digáis qué horizonte separa la poesía en prosa de la prosa poética; vivid aquí París, bebed aquí París, fornicad en los versos de París. La noche, hasta en Pigalle, es un molino y gira, la vida es un molino, la palabra se vuelca y se contiene, la poesía es diva y ha salido a entonar en las manos de Luisa un cancán, a mostrarnos sus muslos, a zaherirnos.
Detrás de las vitrinas de los versos están ellas, las musas más procaces, las putas más angélicas, las letras más hermosas con pechos ateridos de amor. Entrad, el libro es joven. Comprad, la noche es larga. Escuchad, disfrutad del verbo y de la carne. Abrid vuestras entrañas a aquellas que se ofrecen. Esto es Pigalle, señores y el que no participa no sabe qué es la noche y pierde la ilusión de ver la vida.
No os detengáis, oíd, la libertad empieza en su palabra, nada tiene valor si no se escandaliza a nadie. Hale hop, al salón, a escuchar la dulcísima voz de la oráculo, la poesía está luciéndose más ataviada y más desnuda que nunca esperando unos ojos carnales que la miren.
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© Dolors Alberola
Jerez, octubre, 2007

EL BLUES DE TRISTÁN



Bucher, André: El blues de Tristán
Traducción y postfacio de Carmen Torregrosa
Madrid, Ed. El Funambulista, 2007

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.En una granja perdida en los Alpes de la Provenza, Tristán es testigo con seis años del asesinato de su madre por unos desconocidos. Será un joven Tristán, que pronto saldrá de la cárcel en la que ingresó por haber matado a su vez a los agresores de su madrastra, quien nos narre la historia de su vida, una vida en la que los pájaros y la naturaleza –dura, magnífica, omnipresente– son su único consuelo. Y nos la cuenta como si de un blues se tratara. Como bien dice en su postfacio Carmen Torregrosa, traductora de esta obra llena de imaginación verbal y de contenido lirismo: “Porque un blues es en definitiva esta novela, un largo blues púdico y melancólico, pero también lleno de humor y de poesía. El blues de Tristán el Triste, que bien podría desarrollarle, como ha dicho el propio autor –gran lector de Rick Bass, Jim Harrison y los escritores amerindios– en una granja de la Luisiana, en delta del Missisipi, entre aguas lentas y campos de algodón”.
Novela de iniciación, melancólica y punzante, El blues de Tristán, segunda obra publicada de André Bucher, escritor tardío y agricultor biológico en el valle de Jabron, obtuvo el Premio Terre de France-La vie 2004, y es tanto la historia de unos personajes duramente golpeados por el destino como la de un mundo rural que se resiste a desaparecer.
André Bucher nace el 12 de julio de 1946 en Alsacia (Francia). Desde niño ayuda a su padre, agricultor aficionado, a cultivar el campo. Con la entrada en la adolescencia y pese a sus buenos resultados académicos, se inclina por la formación profesional. Autodidacta, ejerce numerosos oficios en la más pura tradición beatnik: camionero, leñador, estibador, pastor… Viaja mucho. A principios de los setenta se interesa por lo que se convertirá en su profesión y su pasión: la agricultura ecológica. Desde 1974 vive en Montfroc (Provenza), en una granja a 1.100 metros de altitud, donde se gana la vida como agricultor y leñador, siempre comprometido con el medio ambiente y los intereses de los campesinos. Hace más de veinte años puso en pie la mayor feria ecológica de la región y plantó con cuatro compañeros más de 20.000 árboles en dos años, levantando un bosque que mantiene y contempla con orgullo como regalo para futuras generaciones. Está casado y es padre de tres hijos y nueve manuscritos de los que en francés se han publicado cuatro, con éxito de crítica y de público: Le Pays qui vient de loin (2003), Le Cabaret des oiseaux (El bues de Tristán- 2004), Paus à vendre (2005) y Déneiger le ciel (2007).
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Redacción.-

21 de junio de 2007

"NO PODRÁ SUCEDER": La imposible realidad de Josela Maturana



- Maturana, Josela: No podrá suceder
Algeciras, Fundación Municipal de Cultura, 2007
Colección Bahía, núm. 40


Quizá sin proponérselo, fue Cernuda quien, debatiéndose entre la realidad y el deseo, colocó la poesía en el plano de éste, abriendo para ella interrogantes cuya respuesta –dijo- nadie conoce. Explorarlos, adentrándose en un terreno de imposibles certezas, constituye desde entonces un ejercicio apasionante y un reto tan difícil como aventurado, al que muchos poetas no se han querido sustraer.
Es el caso de Josela Maturana que, desde su retiro de San Fernando, alejada del tráfago de capillas y banderías, ha venido edificando una obra coherente, sólida y hermosísima, capaz de resistir los embates del tiempo y los sordos ataques de la mediocridad. Su trayectoria, breve pero firme e intensa, se asienta en la solvencia de su palabra cuanto en el rigor de sus construcciones y está jalonada por reconocimientos tan inequívocos como el premio Carmen Conde (con Oficio del regreso; Madrid, Torremozas, 1999) o la proeza de haber colocado La soledad y el mundo (Madrid, Visor, 2000) en la final, siempre reñida y polémica, del Ciudad de Melilla. Antes, en la ciudad de su exilio, había publicado La vida inédita (1997). Equipaje con creces suficientes para saltar el muro de las antologías que, como señaló Gil de Biedma, constituyen un pasaporte a la inmortalidad.
No podrá suceder, ganador de la última convocatoria del premio Bahía (Algeciras, FMC, 2007), nos conduce a un espacio más lejano, si cabe, que el de las célebres preguntas cernudianas, al emplazarse directamente en el territorio de lo imposible.
En la cita inicial, nos anticipa María Zambrano la que, a lo largo de sus treinta y tres poemas, será clave del libro: todo tiene derecho a ser hasta lo que no ha podido ser jamás. Nos encontramos, pues, en el complejo espacio de la realidad ontológica, que no deja a la voz lírica sino un leve resquicio para la lucidez: el presente, fugaz, como sabemos, e inaprensible acaso.
Instalada en su devenir, afronta la poeta dos ámbitos imposibles: la memoria, por una parte, que congela el pasado y lo revive, y el futuro, por otra, absolutamente desconocido e imprevisible.
La memoria, sin embargo, nos suministra imágenes de la realidad, pero no es, en modo alguno, la realidad, que nos muestra impregnada de nuestras propias fantasías, fabulada –en suma- por el sujeto: Por la escalera de la memoria umbría/ desciende el lento polvo de una fábula/ arrastrando su cola de deseo,/ su enigma y su proverbio irrefutable,/ con mirada de perro abandonado –escribe al respecto la autora-.
El futuro también es ficción y se define, en oposición a lo recordado, como el ámbito de lo incierto, pero a su vez de aquello que, posible, lo es únicamente en el deseo, en el sueño, en lo desconocido. Y, en tanto que potencia, aparece como imposible en el espacio de la realidad. Josela Maturana, en el precioso e inteligente poema (Incertidumbre en la hierba) que abre la segunda parte del libro, lanza un órdago a Wordsworth, enfrentando a su esplendor de recuerdos románticos la íntima rotura del olvido y escribe: Entonces (…)/ qué nos queda de la lúcida rebelión o del museo de cera/ donde duermen los autos de los sueños.
Entre lo inalcanzado y lo incierto, la poesía nos brinda el único instrumento y nos señala el único camino para movernos a través del tiempo y crear en el poema un conato de realidad en el cual lo imposible se materialice para añadir más sueño a lo imposible (si se nos permite la redundancia de la cita).
Cuáles sean las fuentes de nuestras percepciones es cuestión de difícil y acaso inútil resolución cuando habla el poeta desde los sentimientos y fija la mirada en el objeto de su ternura: La multitud es una niña triste,/ pero nadie la ve./ Nadie la ve –leemos en el emocionante Tres partituras para una niña eterna-. O bien este guiño a Vicente Aleixandre: Antes de que termine la película ya sabes el final./ Se querían. Se querían./ No debieron morir. La muerte es, en efecto, el horizonte de nuestras certezas.
Estamos ante un libro profundo, misterioso, de hondísimo calado, en el que la experiencia se depura hasta límites insospechados, para al fin trascenderse en conocimiento y tornar a su origen, transustanciada, por medio de la palabra; una palabra que nombra y, sobre todo, sugiere, arañando la niebla, el secreto misterio de todo lo imposible.
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© Domingo F, Faílde
Jerez, junio, 2007

26 de mayo de 2007

Tierra, mundo y poesía: “Habitación en la tierra”, último libro de Julio Rivera

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- Rivera, Julio: Habitación en la tierra.
Jerez, EH Editores, 2006.
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Confieso que, ante el título del libro, sentí cierto recelo. Habitación en la tierra mostraba a todas luces una enorme proximidad a aquella Residencia en la tierra, que firmara en su día el inolvidable Pablo Neruda. Pronto, no obstante, deseché mis cautelas sobre el particular, al comprobar, golpe a golpe y verso a verso, que poco o nada tenían ambos en común, a no ser esa honda palpitación del espíritu en que, según Antonio Machado, se asentaba el misterio de la poesía.
Desterremos, por tanto, la inútil tentación de comparar, si bien me gustaría, por colocar las cosas en su sitio, detenerme en una sencilla cuestión de matiz, que termine de deslindar ambos libros. Y es que si habitación y residencia son palabras sinónimas, existen en origen algunas diferencias que, en el caso que nos ocupa, contribuyen a singularizar uno y otro discurso, conduciéndolos por cauces muy distintos. Residir –según el diccionario de la RAE- significa, entre otras acepciones, estar establecido en un lugar, frente a habitar, que, en su sentido más ecológico, significa vivir, morar. Así habrá que entender esta Habitación en la tierra, concebida como el espacio intrínseco de la vida, acaso el único posible en la vastedad del Universo.
Julio Rivera Cross (Jerez de la Frontera, 1943) pertenece a una casta de poetas de raza, para quienes la obra literaria no puede permitirse lagunas ni flecos. El más alto rigor estético convierte, pues, su pluma en gubia y esculpe, de este modo, sus sintagmas, sus versos, los poemas, piezas perfectamente construidas sobre cimientos tan sólidos como simples: el corazón, el pensamiento, el lenguaje.
De ahí que el propio título, más que una referencia, sea un significante. Al mirar la cubierta, nos encontramos ante un distribuidor, del que parten pasillos (las cuatro divisiones del libro) que llevan al lector a las distintas estancias del edificio: los poemas. La estructura, en sí misma, posee, ya de entrada, un carácter simbólico, que incide sobre la idea central del discurso: la tierra es el espacio de la vida y el hombre, al habitarla, la ha convertido en Mundo, esto es, en objeto de conocimiento, estableciéndose entre ambos una suerte relación interactiva, transformadora y creadora. En suma, un verdadero milagro cósmico, que la ciencia analiza, la técnica transforma y el arte, la poesía, celebran y trascienden, generándose así un movimiento dialéctico cuya expresión natural es el tiempo, frente a lo cual la muerte abre un raro portillo hacia la eternidad.
El poema inicial anticipa al lector el plan del libro. Nos hallamos ante un canto órfico en el que la naturaleza, a través de las criaturas, los elementos, las cosas, glosa su propio orden, su triunfo sobre el caos. Y son ellas –las criaturas, como en el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz- las que, al dar testimonio de sí, testifican el todo. Es un poema de celebración geocéntrica: la tierra se hace Mundo porque la habita el hombre y, como ya hemos dicho, la erige en objeto de conocimiento. Todo en ella es armónico, coherente, un instante que busca eternizarse más allá de la muerte.
No es de extrañar por ello que la primera estancia la habiten los cuatro elementos constitutivos. A la manera de los viejos filósofos presocráticos, Rivera Cross los hace aparecer, uno a uno: la tierra, identificada con la carne del hombre; el agua, sangre o fluido del mundo, al que, no obstante, esculpe con cincel erosivo; el aire, respiración del mundo y sustancia que llena el espacio vacío; y el fuego, la energía, creadora o destructora según los casos. A ellos, por que no todo sea material y tangible, ha añadido el poeta la noche, esa soledad honda/ que fue presentimiento, cuyo correlato hay buscarlo en la incertidumbre, pero también en el sueño, que da paso a la luz de cada día, anunciada por el trinar de los pájaros (Llegan a mi jardín, tal vez el mejor poema de la primera parte), cuyo canto celebra la realidad que la luz ilumina.
Todo transcurre, pues, en armonía, pero ésta no es sino mera apariencia, resultado del conocimiento que ordena las cosas, lo cual, sin embargo, desvela la inquietante presencia de la muerte y la barroca fugacidad de la vida. Tratando de burlarla, el hombre inventa el arte, haciendo que las cosas trasciendan su esencia de utensilio. A través de la contemplación de una crátera griega (En el museo, otro poema glorioso), el yo-lírico descubre la historia, la caducidad de todo cuanto existe, en tanto un cuadro célebre, la Vieja friendo huevos, de Velázquez, muestra la posibilidad de detener el instante, apresando así lo fugaz. Y, por si hubiera duda, el poeta nos lleva a las ruinas de una catedral: todo es desolación, es cierto, pero ahí está, ahí queda, como testigo mudo de sus constructores; en su patetismo –dice Julio Rivera- hay un esplendor que conmueve.
Tras Un cántico esencial, en torno a la poesía y el lenguaje, un poema –extrañamente segregado de su propio capítulo- pone broche de oro a la segunda parte: La luz, grande en su sencillez, construido sobre una anáfora que convierte el título en resplandor. Se trata, sin duda, de un texto iniciático, una especie de mantra o salmodia, con el que hombres y cosas, vivos y muertos piden luz.
Sin olvidar que el arte es hijo de la técnica, el tercer apartado nos conduce a las cosas cotidianas. Si el mundo es una casa, es preciso adaptarlo a la necesidad de sus moradores. Los objetos que nos son familiares constituyen en sí un canto a la experiencia y al trabajo (Nuestros pequeños mundos, otro poema recomendable), pues en ellos reside la verdad, cubierta, desde luego, por el polvo, la débil túnica con que el tiempo viste las cosas.
Para cerrar el libro, el poeta da un salto hacia lo abstracto. De lo concreto, en fin, a la metafísica, buscando una noción de trascendencia que no acaba de definir. Josefa Parra Ramos habla en el prólogo de esa búsqueda que queda, sin embargo, en mera indagación, y digo yo si no es deliberado que el autor, en un alarde de inteligente prestidigitación, haya arañado la niebla –no es la primera vez que aludo a Machado- para enseñarnos sólo los rasguños y hacernos intuir que, en definitiva, en el umbral del sueño/ muestran los nombres lo que no se nombra y que acaso la eternidad sea tan sólo y no es poco la liberación del dolor y de las servidumbres de la vida.
Hay en el libro mucha sabiduría, tributaria de la experiencia, más que de una erudición que se da por supuesta. Como Juan de Mairena, Rivera, también compositor y letrista de canciones flamencas, ha desnudado el texto, lo ha descarnado incluso, para llegar a la esencia de lo nombrado y al misterio inefable de lo callado. Como los alarifes de otro tiempo, elabora el discurso con la piedra pulida de la palabra, sin más ornato ni adjetivación que lo elemental. Metáforas, símiles y algunas prosopopeyas, introducen la nota extrañadora, el toque de maestría.
Y el resto, transparencia.
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© Domingo F. Faílde
Jerez, mayo, 2007.-

11 de febrero de 2007

YO, JUAN, EL DISCÍPULO AMADO. Una novela de Rafael Esteban Poullet


- Poullet, Rafael E.: Yo, Juan, el discípulo amado (la historia de amor jamás contada)
Jerez, Tierra de Nadie, 2007.


Un apéndice bibliográfico, sucinto pero certero, cuyas nociones básicas se resumen al principio del libro, pone sobre el tapete los naipes del autor. Lo que viene después, nos advierte, pertenece a la esfera de la ficción y ha de ser entendido como tal. Un aviso que, acaso innecesario, nos anticipa un texto proclive a la polémica, cuando no abiertamente al escándalo. Sin embargo, ahí están las razones, los fundamentos, la autoridad ajena, tan escolástica, recordando al lector que nada de lo expuesto a continuación se sostiene en el aire y que si la palabra, el discurso tejido con mimbres vigorosos, pueden alzar murallas ante el Infierno, otro tanto la fábula.
He aquí lo que sugiere sutilmente el preámbulo, también breve e igualmente certero, con que Rafael Esteban Poullet, como hiciera quinientos años antes el bachiller Fernando de Rojas, previene a sus lectores y se pone, él mismo, a resguardo de andanadas y imprecaciones.
No será ésta la única concomitancia con aquel viejo género que, en los albores del Renacimiento, se llamara comedia humanista, cuyo exponente máximo fue la tragicomedia que hoy conocemos como La Celestina. Y Faelo, todo un clásico, que incluso acostumbra a fechar sus escritos en la era de Augusto, se acoge a las maneras del género aludido y dispone sobre el diálogo el peso de la narración, con la ayuda de entradas y acotaciones que, en este caso, atestiguan que el texto fue, antes que novela, un guión destinado a la pantalla. Lo narrativo, pues, se reduce a pequeñas observaciones, que dispensa el autor con pinceladas breves aunque precisas, para crear, a modo de decorado, una atmósfera estética que, a veces, nos recuerda los cuadros de Alma Tadema, acaso un paradigma de belleza en contraste con la extrema sordidez de determinados pasajes. Lo dramático, en cambio, se expande, poderoso, en el discurso, indicando, sin duda, que, tras la historia y los propios personajes, se yergue la palabra, con sus verdades y sus mentiras, su frío, su calor o su tibieza, como protagonista de excepción.
Estos conceptos condicionan la estructura de la novela, a la cual no es ajena la propia arquitectura de los evangelios, disponiendo el relato en secuencias, ricas en diálogo y concisas informativamente. Con tales elementos, el autor nos adentra en su tesis: Juan, el discípulo amado de Jesús, no era uno más del grupo ni, como se imagina en otra brillante novela sobre este mismo asunto (cf. El discípulo amado, de Antonio Enrique), hijo del nazareno y María de Magdala, sino amado de éste, a la usanza de los efebos griegos que, en una sociedad helenizada, debieron ser, de hecho, apreciados y acaso tolerados en un entorno decadente en el que rivalizaban, por una parte, los saduceos, exquisitos y doctos, fariseos y otros grupos acomodados, dóciles al Imperio romano, y, por otra, un pueblo levantisco y fanatizado, que odia a Roma y se aferra a la equívoca idea del Reino, como tabla de salvación y alternativa de independencia: son los celotes y su brazo armado, los sicarios, con quienes se confunde el ambiguo discurso de Jesús. Los celos del Iscariote, que desea al muchacho y mira a su maestro con reconcomio, le inducen a la traición. Y, una vez consumada, con Jesús en poder de sus enemigos, Judas violará a Juan, que será mancillado horas más tarde por los rudos soldados del pretorio, cuyos brutales procedimientos contrastan con el delicado platonismo que parece presidir las relaciones de Juan y Jesús, no exentas sin embargo de murmuraciones ni ajenas a las fricciones que por su causa estallan en el grupo de discípulos.
Sus disputas, aunque colaterales, no carecen de interés. En primer lugar, porque proporcionan al autor ocasión y fundamentos para caracterizar a sus personajes, con gran economía de recursos; y, en segundo término, porque habrán de servirle al final para subrayar la contradicción entre los hechos supuestamente reales y la versión, depurada y manipulada, que, a través de los evangelios canónicos, se convierte en artículo de fe.
Un capítulo basta, el XXII, para demoler los pilares de la nueva religión y entroncar con las tesis de, entre otros, Alfred Loisy, para quién el reino no llegó; lo que llegó fue la Iglesia. La muerte, violenta y oscura, de Juan, seguida de la quema del manuscrito que sustenta a la novela (y acerca del cual, justo es anotarlo en el debe, no se ofrece noticia alguna), pone los dogmas bajo sospecha. Pero éstos, como advirtió el autor, son objeto de fe y quedan, por tanto, al margen de la razón.
Rafael Esteban Poullet (El Puerto de Santa María, 1935) ha escrito una magnífica novela, en la que, con rigor y sensibilidad, ha sabido volcar su propia visión del mundo. En ella, desde luego, se entrelazan el hondo lirismo del poeta, su obsesión por el mundo clásico y el portentoso conocimiento que del mismo posee, su denodada lucha por la razón y su estética peculiar. Yo, Juan, el discípulo amado es un libro valiente, que entraña muchos riesgos. Narrativos, como el propio lector percibirá. Y otros, naturalmente, que asoman tras el humo de las hogueras, apagadas –y ojalá para siempre- por el aliento de la libertad.


© Domingo F. Faílde
Jerez, febrero, 2007

25 de enero de 2007

EL CANON, por Álvaro Altozano

EL CANON:LOS CUENTOS

1."El rayo de luna" Gustavo Adolfo Bécquer
2."El retrato oval" Edgar Allan Poe
3."El gigante egoista" Oscar Wilde
4."El miedo" Ramón del Valle-Inclán
5."Las ruinas circulares" Jorge Luis Borges
6."La noche boca arriba" Julio Cortázar
7."El hermano cambiado" Dino Buzzati
8."Un recuerdo navideño" Truman Capote
9."La pelea" Harold Brodkey
10."Y aquí es donde hay tigres" Ray Bradbury




EL CANON:LO MEJOR DE LA CIENCIA-FICCION

1."Hacedor de estrellas" Olaf Stapledon
2."Crónicas marcianas" Ray Bradbury
3."Soy leyenda" Richard Matheson
4."Un mundo feliz" Aldous Huxley
5."1984" Geoge Orwell
6."Nosotros" Eugene Zamiatin
7."El planeta de los simios" Pierre Boule
8."Mecanoscrito del segundo origen" Manuel de Pedrolo
9."Lágrimas de luz" Rafael Marín
10."Picnic junto al camino" Arcadi y Boris Stugasky




EL CANON DE UN LECTOR APASIONADO

1."Los Ídolos" Manuel Mujica Láinez
2."Sobre héroes y tumbas" Ernesto Sábato
3."Narciso y Goldmundo" Herman Hesse
4."Retrato del artista adolescente" James Joyce
5."El principito" Antoine de Saint-Exupery
6."El filo de la navaja" William Somerset-Maugham
7."Martin Eden" Jack London
8."El barón rampante" Ítalo Calvino
9 "San Manuel Bueno, mártir" de Miguel de Unamuno.
10."La historia interminable" Michel Ende


© Álvaro Altozano
Jerez, 2007