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31 de enero de 2009

"Lugares de orfandad", de Josela Maturana. Una poética del desvalimiento



Maturana, Josela: Lugares de orfandad
Diputación de Cádiz, 2008
Colección Libros de Bolsillo, núm. 32
62 pp.

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Amistad, circunstancias y fortuna, en feliz alianza con esa especie de sexto sentido que se nos atribuye a los amantes de la poesía, me otorgaron el placer y privilegio de seguir muy de cerca la trayectoria literaria de Josela Maturana. Trayectoria, que algunos denominan peripecia, quizá por lo que tenga de mudanza, pues si algo no conviene al fenómeno literario es el inmovilismo.
La poesía es, por tanto, movimiento y lo es, justamente, en dos coordenadas: una, implicada en la propia dialéctica de la historia, que confiere identidad a las grandes corrientes de cada momento, y otra, de carácter individual, que establece un canal por donde cada autor dialoga con su tiempo, como bien intuyó don Antonio Machado, a la vez que señala su evolución interna, en estricta coherencia con todo lo anterior. Sin ella, sin esta coherencia, los poetas se perderían, bien hacia la galaxia de la más deslumbrante e incomprendida genialidad, bien hacia las afueras de ese gran escenario donde la palabra –la palabra poética- intenta cada día el triple salto mortal con tirabuzón.
Por qué digo esto: porque, sin duda alguna, la trayectoria, la peripecia de Josela Maturana deja ver a las claras este proceso y porque entre sus muchas cualidades la primera en saltar a la vista es la coherencia, en términos de lealtad, pero también de profundización, a/en una serie de valores que, desde La vida inédita y, sobre todo, Oficio del regreso (nos estamos remontando a finales de los noventa) van tejiendo su poética, imprimiendo al poema, como unidad de dicción, una textura propia, un aliento, un perfume; en fin, todos los rasgos que convergen en ese tecnicismo al que la crítica literaria suele llamar estilo y algunos, sencillamente, voz.
La poética de Josela se define por esto y lo hace, de forma decidida, a partir de la esencia misma de su escritura, que no -como sucede habitualmente- de modelos prediseñados o propuestas más o menos conceptuosas que, luego, a la hora de la verdad, quedan sobre el papel y en él duermen el sueño de los justos, sin conexión alguna con el discurso de su creador. Hay que ir a la esencia, retirar la corteza para extraer el fruto, como dijera Lenin y como poetizó, ya en nuestros días, ese tierno y hondísimo poeta que es Álvaro Salvador.
He sacado esta idea a colación porque, precisamente, el poema que abre Lugares de orfandad y la primera parte del mismo que, sintomáticamente, se titula La piel del mundo, hallamos una idea similar, una versión sui géneris de lo que, a estas alturas, es un lugar común en cualquier planteamiento estético que se precie, como lo fue en su tiempo –pongamos por caso- el Carpe diem. El fruto de Josela es un limón que, sembrado tal vez en el poema, nos remite a la tradición, es decir, a esa constante búsqueda de la palabra nueva, que constituye el órdago de toda verdadera poesía.
Con esta convicción, los poemas del libro –en especial, los de la primera parte, acometen la audaz y comprometida tarea de quitar los ropajes al mundo. Sin embargo, pronto advierte el lector que este arduo ejercicio de desnudez coloca ante sus ojos otro cuerpo, otra entidad, en parte más concreta y en parte más subjetiva. Me refiero, naturalmente, a la propia visión que sobre el mundo y la realidad nos propone la autora. Y, como planteaba Guillermo Carnero en su entonces polémico libro El sueño de Escipión, Josela Maturana huye también de los conceptos fríos, a través de un sendero que, proceloso acaso, conduce al corazón de la poesía; a saber: un cierto surrealismo y, sobre todo, su poderosa capacidad de metaforización.
Las metáforas de Josela poseen un don extraño y envidiable. Me refiero a su naturalidad –no se me ocurre otro término más adecuado para explicarlas- y no porque se asienten en lo obvio, como ocurría en el Renacimiento con determinada adjetivación, sino porque se mueven entre los significantes –las metáforas, al fin y al cabo, lo son- sin apenas dejarse notar, circunstancia que las libera de tentaciones retóricas y otros excesos formales, incluso en aquellos casos en los que se incorporan al texto masivamente, y ello por una simple razón, que hemos de incorporar a los méritos de su autora: me estoy refiriendo a su probada habilidad lingüística y, por tanto, a su acierto a la hora de estrechar las correspondencias entre la imagen y el término real, también patente cuando, en el caso inverso, es el lenguaje el que toma las riendas de la expresión.
Y hablando de expresión, me parece obligado destacar otro aspecto que, inconcebiblemente, suele pasar por alto la crítica moderna. Me refiero a la música del poema, que equivale a decir al poema mismo. Y digo yo si en éstos de Josela no resuena –en el mejor sentido de la palabra, claro está- aquella como silente musicalidad que tanto alabase María Zambrano. Una callada música, es cierto, pero que, para serlo, obliga a la poeta a echar el ancla a la matemática y resolver, verso a verso y sintagma a sintagma, la mágica ecuación que conduce al idioma al territorio de lo inefable. Alejandrinos, heptasílabos, endecasílabos, parecen dirigir una sinfonía , cuyos movimientos más virtuosos se logran en los versos binarios, muy versátiles en sus diferentes combinaciones y ajustados en su sonoridad.
Con estas herramientas nos vamos adentrando en el discurso (en el libro: a mí, la palabra poemario, tan de moda, no me gusta en absoluto). Lugares de orfandad, ése es su título, cuyo pleno significado tan sólo se desvela al final, cuando en el poema titulado Definiciones, la voz lírica -velada, casi oculta, cubierta por un velo de amable discreción a lo largo de todo el libro- ejecuta para el lector una cierta hermenéutica del lenguaje y acomete poéticamente lo que, en el ámbito filosófico, llamaríamos una definición nominal. Según ésta, la palabra orfandad es añil, mohosa y arrugada, capaz de ciertos actos que nos conducen a un espacio irreal, brumoso, impreciso, intangible, y guarda una estrecha relación con su compañera de título, la palabra lugar, que, entre otras características, alimenta la nostalgia y proyecta la distancia que mide lo que fuimos. Más que definiciones, al lector se le antojan enigmas y, enigmáticas desde luego, cierran estas palabras la zona más oscura del discurso, un paseo del yo por su experiencia real de la muerte (a través del fallecimiento de sus seres queridos), en la que se vislumbra, sin embargo, otro lugar, no de orfandad ahora, sino de esperanza.
Y entre aquellos poemas iniciales, de contenido metapoético, y el deliberadamente borroso lugar de la esperanza que cierra el libro, la voz lírica, trasunto de un Virgilio que nos llevara por los infiernos de la orfandad, nos muestra esos lugares, que la memoria rescata del único infierno posible: el olvido, el desamor, la despersonalización, la frialdad, a la que viene como anillo al dedo esa cita de Gamoneda que pone lema al conjunto.
Los recuerdos de la infancia, ligados casi siempre al entorno familiar y la añoranza de sus seres queridos, los estragos del tiempo y la ensoñación de lo utópico jalonan los poemas de este libro en un lírico esfuerzo por romper la muralla del olvido y ese desvalimiento del ser que, consecuencia del abandono, lo sumerge en el abismo de la soledad, que puede ser –suele serlo- un estado físico o un estado interior.
Nos hallamos, por tanto, ante una poesía que hunde sus raíces en la vida. El hombre o la mujer comparecen en estos versos a través de la experiencia de su autora, ya se trate de hechos reales o, como se sugiere en algunos poemas, imaginados. El mito cernudiano de la realidad y el deseo hace acto de presencia, como anverso y reverso de una misma certeza: sólo somos en tanto estamos vivos, de manera que el viejo dassein de Heidegger encuentra aquí un espejo y la luz necesaria para reconocerse tanto en el tiempo como en los lugares.
Pero voy terminando porque, por una parte, no quisiera incurrir en la descortesía de apropiarme de un tiempo que no me pertenece, y, por otra, porque tampoco es bueno, ni para el libro ni para sus posibles lectores, desvelar totalmente los misterios de aquel.
Si añadiré, no obstante, porque lo creo justo y necesario, emitir, con todas sus consecuencias, un juicio de valor: por más que los prebostes del premio andaluz de la crítica se hayan empecinado en ocultarlo –váyase a saber en provecho de quién-, Lugares de orfandad es, sin lugar a dudas, uno de los mejores libros de poesía, editados en 2008. Los hay miopes, claro; y algunos ni con gafas son capaces de ver ni entender. Menos mal que la poesía –la buena poesía- es un astro que brilla con luz propia.
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© Domingo F. Faílde.
...Jerez, 30 de enero de 2009.-