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29 de septiembre de 2008

La vida en blanco y negro. A propósito del libro "Paisaje para un ciego", de Ismael Cabezas



Cabezas, Ismael: Paisaje para un ciego
Prólogo de Alberto Torés García
San Roque, FMC, 2008
Colección Abalorios. Poesía.
96 pp.


Un título atinado en un buen libro es, como parte esencial de todo signo lingüístico, un elemento esclarecedor, en torno al cual se oficia, cuando menos, la coherencia del texto y se valida o no la solvencia del mismo. Paisaje para un ciego es la imagen rotunda de un discurso que parte de una idea tan evidente como inquietante: la poesía, que podemos rozar con nuestros dedos sin apenas moverlos, nos pasa por delante y no la vemos. El mundo, al menos éste, el nuestro, postcontemporáneo, puede ver las estrellas más remotas, penetrar sin linternas en un agujero negro; sin embargo, está ciego para la poesía, que termina por escapársele de las manos y huir en una moto del mapa mudo de la realidad.
A partir de este punto, el poeta, consciente de esa fuga y, en cierto modo, consentidor y aun cómplice, ocupará su espacio, vacío, y tratará de reconstruir el intrincado rompecabezas de una historia que, múltiple y diversa, es el espejo roto donde la vida humana se contempla.
Difícil, la tarea, si se intenta abordarla con el debido distanciamiento y, a la vez, acercarse con la emoción precisa. Cuando esto sucede, el ojo del poeta podría compararse con una cámara, que capta objetivamente la realidad, si bien el director está detrás, selecciona los planos, ordena el movimiento, elige el color.
Ismael Cabezas (La Línea, Cádiz, 1969), consecuente con su visión del mundo y mediador entre la ceguera y la percepción –poética, en este caso- de la realidad, ha cargado su tomavistas con una película en blanco y negro, sabiendo que, de entrada, su elección condiciona el resultado y si, por una parte, le confiere un matiz de solapada subjetividad, por otra le asigna una atmósfera, extremos ambos que condicionan su recepción y la ulterior reelaboración del discurso por cada uno de los lectores.
A través de una serie de escenas cotidianas, el autor nos arroja sus obsesiones. Quien conoció al poeta, muchacho todavía, se asombra al reencontrarlo en el umbral de la edad madura, preocupado por temas que uno creía prescritos, no obstante su insistencia en la literatura: la brevedad de la vida, el implacable paso del tiempo, la fragilidad del amor, el carácter efímero de lo hermoso; y, consecuentemente, la derrota, el fracaso, la muerte.
Que haya temas eternos no debe sorprendernos ni aun cuando, en sociedad como la nuestra, tan apegada a códigos de barras y fechas de caducidad, emerja lo evidente: que somos hombres y, según Heráclito, el hombre es lo que todos sabemos que es. No cambia, pues, la tierra –sino muy lentamente-, pero sí se transforma, haciendo honor al título del libro, el paisaje. Es decir, la retórica, en términos de lenguaje: nos preocupa lo mismo que a nuestros antepasados, pero hemos puesto música nueva a las viejas danzas de la muerte.
Y es esto, justamente, la clave del sentido y el mayor interés de la poética desarrollada por el autor: su batuta, dominio del medio y claridad de ideas, a la hora de domeñar el complejo aluvión de experiencias e ingredientes culturales de toda índole que componen la educación sentimental de una generación. Si, en el caso de los novísimos, irrumpen los mass-media y toman al asalto el escenario de la poesía, la de Ismael Cabezas –a pesar del eclecticismo imperante, sobre el cual habrá mucho que discutir, cuando la perspectiva histórica lo permita- se instala sabiamente en tendencias afines, asumiendo sus tradiciones y profundizando en sus transgresiones.
El cine americano, los poetas anglosajones, el jazz, el rock and roll, imprimen carácter a sus adeptos y constituyen el sacramento de su fe literaria. Es la cultura de la ciudad global, expresión de sus glorias y quintaesencia de sus miserias, dúctil y maleable para los gendarmes del nuevo orden cuanto para quienes inmolan su vida a un nuevo arte –¿hablaríamos aquí de la tan traída y llevada postmodernidad?-, abocado a la contravención del sistema. En este sentido, Paisaje para un ciego ¿no contiene en sus versos, sugerentes y melancólicos, una nueva formulación del concepto de rebeldía?
La respuesta es que sí, que detrás de las formas de la tristeza, los furtivos desnudos de la mujer amada, el reencuentro con los amigos de la adolescencia, el primer cigarrillo de la mañana, los vaqueros lustrados por el uso o la moda, los gestos y los actos que son ya tan antiguos, el hosco pedernal del desengaño afila las palabras que alientan la rebelión y, como en los antiguos modernistas, se convierte el lenguaje en ariete y la belleza arropa a la utopía.
Estamos ante un libro –en opinión de su prologuista, Alberto Torés- polifónico. Un poema coral, el clave de ópera-rock, que da voz a los hombres y mujeres de esta época atormentada y recoge su vida, sus anhelos y frustraciones, sus temores y esperanzas, su música, su poesía, dando luz a un retablo donde el lector atento –que ha de haberlos y muchos- puede reconocerse.
Si La herencia bastarda de los días (1999) anunciaba a un poeta y El otoño del solitario (2003) –entre otros- lo confirmaba, este Paisaje para un ciego coloca a Ismael Cabezas en el puesto, sin duda destacado, que la historia le asignará.
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© Domingo F. Faílde
….Jerez, septiembre, 2008.-