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31 de enero de 2008

De una enfermedad como ser libre. Acerca de "Manifiesto sobre las tristes", de Mirna Estrella


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Pérez, Mirna Estrella: Manifiesto sobre las tristes
Barcelona, Atenas, 2008
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No hay día más adecuado para escribir sobre un libro que nos llaga los ojos y nos rompe las lágrimas que el día de la enfermedad. Y aquí me veis, envuelta en una manta y con toquilla y no soy de usar yo tales atavíos, pero la sangre de Mirna se me viene, como una lluvia estrecha y mentidamente fría sobre el pecho y la espalda y tiemblo. Ella ha abierto una ciudad enorme delante de mis manos y la leo de ahí, de mi propia herramienta –yo nunca supe hablar sino con el empuje de los lápices, la tinta o el teclado, el resto era mutismo, no tuve otra fe mayor que la de la palabra y ella ha puesto un altar encima de mis hombros y ha levantado lo único que yo consideré la fuerza, ha ido construyendo una piedra durísima de amolar, un filo de navaja en sus metáforas, un incendio en sus sílabas.-
Me descalzo; para pisar un templo, aunque sea profano, hay que entrar de puntillas y descalza, no se que despierte el dios que nos ocupa y comience su voz a levantar más mundos en nosotros y nos volvamos cuerdos. Los pies vueltos al fango, cruzo por sus paredes y la veo ya escrita, la veo ya tumbada delante de su madre, como una nueva suerte de matriuska que, en vez de perforarse en las entrañas, elige repetirse dentro de alguna fecha en que la muerte anide la hilera que las una; pero morir ya dijo, es olvidar. Ella quiere olvidar, quiere unirse a la otra para así desasirse de ese trono maldito de la madre lejana y así quiere romper en pedazos las sombras de su padre destruyendo, a su vez, el perfil de todas las mujeres. Es todo un ejercicio de deconstrucción, un grandioso ejercicio. Para borrar, Mirna, levanta minuciosamente cada detalle de su vida, cada detalle de su tremenda libertad, cada detalle de su dolor enorme de mujer que se le vierte en sangre entre las sábanas y en palabras abiertas y punzantes en medio de los folios. La miro y hay veces en que ella no es ella, sino Sylvia metiendo su cabeza en el horno o Alejandra pintando las casitas con solecitos altos de colores y luego envolviendo con sus lindos parajes el diminuto envase de Seconal; pero ella ha elegido una muerte distinta, morirá a los treinta, como muere en la alquimia el que sabe jugar y comprender los símbolos con tal de renacer a una nueva pantalla de la voz, con tal de incrementar en más amor el que hubo al salvar pequeños animales antes de accidentarse en bicicleta.
Así pues, Mirna, un día, con la luz, irá a por todos los fotogramas maternos y a visualizar todos los paisajes y a recorrer todas las pieles de los sueños y a erizar las montañas con su mirada y nos lo traerá todo hacia el olvido, hacia ese modo de memoria que se incrusta en la médula del tiempo y no se borra nunca.
Siempre me dije que la poesía no tenía ni tiene sexo, no escribimos con él y tan normal es ver a una poeta hablando de hierros, andamios, porcentajes, como a un poeta haciéndolo de medias, perfumes, maquillajes, pero a ambos les pido la dureza, la consistencia, la violencia verbal si es preciso. Eso necesito de las voces para que me llaguen, para que irrumpan en mi médula y la deformen de tal modo que deje de ser yo para entregarme al libro que me ocupa, y eso es lo que ha ocurrido, eso es lo que me ha hecho enfermar, abandonar hasta la última respiración en pro de habitarme de sus versos. Mirna ha conseguido, de ese modo, una transmigración, he sido ella mientras leía sus magníficas metáforas, sus tremendas imágenes, sus duras conclusiones, su universo.
Y así, llegando hasta el fondo de lo onírico, pero estando despierta –si es que se está despierta deshilándose desde la realidad al sueño, desde el aire al espejo, desde la propia sangre a la sangre materna, desde la soledad al grito-, Mirna maneja la palabra, la curte, la libera de ese terrible collar de lo ya dicho y la enumera de nuevo, se dice, se nos deja en las manos. Ella, la que sufre el dolor de un parto no enigmático, la que quiere envolverse en la piel tersa de un vientre que no es sino maternidad lejana y quiere acudir al útero de otra madre, la oscura, pero la cobardía es una enorme puerta que lo encierra, la enorme cobardía de ser valiente ahora y seguir recordando, aunque quiera no hacerlo, ella, la que baja hasta el pozo de la luz y se funde en sus aguas con otras más mujeres que clamaron y, a veces, ya lo dije, no sé a cuál escucho, no sé de cuál aprendo, no sé a quién dirijo mis palabras, porque este manifiesto es universal, es tremendamente suyo y tremendamente ajeno, es vida en sí, ella, se me vierte en las manos y no sé contenerla, no puedo contenerla, se me esparce, se me universaliza, se me convierte en ojo y me leo en sus versos.
Mirna ha amado, se ha dejado amar, ha comprendido que el tiempo tiene la eternidad de sus escasos minutos y segundos y entona un carpe diem, que es a su vez un tránsito al olvido, para dejar en nada lo pretérito y colorear la existencia y adornarla con sus fuertes vocablos, con sus cuchillos duros, con su música exacta, con las cifras. Mirna quiere morir, como murieron ellas y por eso su voz se junta al alarido de sus voces y se abre en colmena para que la habitemos.
Una escritura fuerte, como un parterre sobrio plagado de belleza, algo que llaga, porque ha de llagar la voz, algo que nos contiene y nos expulsa y nos convence tanto que no me duelen prendas para decirles definitivamente que Manifiesto sobre las tristes es un magnífico libro, a ser franca, de los que realmente gusta tropezarse en una librería y quedárnoslo. Y no crean que hay tantos, ustedes no imaginan la cantidad de veces que nos precipitamos en el horror de salir de uno de los mejores expositores del gremio sin haber conseguido hincarle el ojo a nada. Un texto solvente, arrasador, libre al máximo, magnetizado, que no nos permite soltar sus versos hasta el final.
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© Dolors Alberola
....Barcelona, enero, 2008.-

"Casi me mata la vida", de Lidia B. Biery


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Biery, Lidia Beatriz: Casi me mata la vida
Barcelona, Atenas, 2008
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Cada vez que leo un libro de poesía (no hará falta que aclare me refiero a un buen libro, pues a los malos tengo por norma cerrarlos sin ningún miramiento) me doy cuenta de mi ignorancia y de lo poco o nada que sabemos acerca de ese misterio llamado poesía.
¿Qué es poesía?, me pregunto una y otra vez. Y a mi memoria acuden las mil definiciones que, a través de los siglos, nos han complicado la vida y los versos, desde la farragosa Poética de Aristóteles hasta la parida presuntamente genial de algún joven iluminado. Las poéticas, como las frases célebres de Julio César (ya saben: alea iacta est y esas cosas) son al poeta lo que al político la fotografía: un pasaporte a la fama, la gloria, las próximas elecciones o el premio Viaje al Parnaso, con permiso de Rouco Varela y José Manuel Caballero Bonald.
Y por qué digo esto. Pues muy sencillo: porque los libros buenos no necesitan pedigree de ninguna clase ni árboles genealógicos ni parecido con el repartidor de butano. El poema –el buen poema, claro- es un hijo ilegítimo de su tiempo y, como dice el Evangelio, se alza contra su padre y madre y proclama su propio reino.
Para que esto suceda, desde luego, existen requisitos. Vayan tomando nota pues, al enumerarlos, empiezo a tomar tierra en la obra de Lidia Biery: la palabra precisa, el verbo imprescindible, el adjetivo revelador, una sintaxis limpia y, por encima de todo, ese soplo de vida que nace de la emoción y suscita emoción en los lectores: aquella honda palpitación del espíritu de que hablaba Machado, que no puede fingirse ni impostarse sin menoscabo de la estabilidad de todo el edificio poético; pues, si tal sucediera, chirriaría la música y, allí donde el discurso nombra al mundo creado –y ordenado- por elpoeta, hallaríamos tan sólo trepidación y, en suma, antipoesía; o, mejor dicho, no-poesía, que se me antoja más grave.
No es éste último, por supuesto, el caso de Lidia Biery, cuya obra poética, como antes apunté, está libre de cuantas tentaciones acechan al poeta y acaban marchitando el esplendor del poema.
Casi me mata la vida, conducido sabiamente por su autora, ha logrado mantener la dicción justamente en el fiel de la balanza y es hermoso y apasionante y excita a la razón y a los sentidos intuir al yo-lírico paseando por el filo de la navaja, sin dañarse los pies y, sobre todo, sorteando terribles peligros: pues caer hacia un lado implicaría morir devorada por los tiburones del patetismo y, caer hacia el otro, más de lo mismo, ahora fagocitada por las pirañas del grito. Pero no; afortunadamente –para ella, para el lector, para la poesía-, Lidia Biery es poeta de armas tomar y, enguantada de seda, conduce con mano de hierro el caudal de sus experiencias (incluyendo su arisco tropel de sentimientos) y ese ariete, implacable, pero frágil también, del lenguaje.
Qué bien sortea el exceso Lidia Biery. Domadora avezada de la expresión poética, hay que verla batiéndose con el potro de la emoción y, haciendo restallar la fusta de la ternura, someterlo, hasta reducirlo a una fórmula alquímica que convierte las lascas del dolor en el oro purísimo del poema.
Yo nací mientras la tarde descendía/ en hojarasca y el otoño colgaba/ sus huesos amarillos en la hierba. Así comienza el libro. A partir de este instante, la memoria –una invisible agonía, según la autora- se convierte en el guía que, como Virgilio en la Divina Comedia, acompaña a la poeta en su descenso a los infiernos: la vida. La vida es el infierno y transcurre con tanta rapidez que ni siquiera llena su propio vacío ni cauteriza, por descontado, las heridas que inflige: Yo no sabía que los años anuncian/ su fiereza con pintadas en el alma, leemos en otro poema; y cuando descubrimos que cada hora pasada fue mentira o que en la soledad –la puta soledad que nos devora- no hay palabras ni respuestas y que, en fin, la tristeza es una solterona insoportable/ que monta tiendas de campaña en nuestro techo, sólo queda el suicidio en la maleta o pactar nuevamente con tus sueños.
Y Lidia Biery pacta con sus sueños, que es –o a mí me lo parece- la opción del poeta. De su mano, que ahora no se llama Virgilio, sino Asterio, como el genial minotauro borgiano, abandona el infierno la voz lírica y, en brazos del amor, alcanza el Paraíso.
Ésta es la bella historia que, como en un mosaico, parecen susurrarnos al oído cada una de las teselas que componen el libro. La memoria, un magnífico hilo conductor, gestiona este paseo de fondo autobiográfico y tono confidencial, componiendo a su antojo los fragmentos mediante un hábil recurso, el flash-back, que agiliza y aligera el discurso, mientras, por otra parte, los tropos del lenguaje poético interponen un muro de contención al corcel desbocado que pugna, en ocasiones, por escapar del verso. Y es que Lidia B. Biery maneja el idioma con magistral desparpajo. No teme a las palabras, pero sabe tratarlas de vos o de usted cuando la oportunidad lo requiere y dar, en cualquier caso, un baño de frescor a la vieja lengua de don Miguel de Cervantes, inyectándole en los glúteos algún que otro modismo porteño o expresiones bizarras, que nunca vienen mal.
Lleva razón la autora: Suerte –nos dice- que una tarde el calendario/ hizo un alto el fuego en las ventanas de mi casa/ y me enamoré. Y a esa chingada de la vecina del primero, con sus chismes y malas artes, que le den por donde le duela.
Un libro muy hermoso este Casi me mata la vida. La vida mata siempre y mata de belleza la poesía: Tal vez los años sean un secreto doloroso,/no lo sé/ -yo tampoco- pero volviendo al tema de la vida, digo:/ Deja atrás a todo aquel que no te cree. Y el jurado creyó en este libro y así lo certifico con gozosa solemnidad. Ahora sí, la suerte está echada. Y el tiempo dirá siempre la última palabra.
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© Domingo F. Faílde
....Barcelona, enero, 2008.-

18 de enero de 2008

"Principio de la desolación", de Josela Maturana

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Maturana, Josela: Principio de la desolación
Jerez de la Frontera, EH Editores, 2007
Col. Hojas de Bohemia, núm. 14
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Leí, en cierta ocasión, que la buena poesía, lo mismo que el buen vino, entra suave, halaga al paladar y deja un excelente sabor de boca. De este modo –digo yo- no es difícil quedar enganchado a un buen libro y, como nos advierte Juana Castro en el prólogo, leerlo una y cien veces. Me estoy refiriendo, claro está, a Principio de la desolación, cuya autora, Josela Maturana, ha puesto en manos de EH Editores, que lo ha acercado al lector,
Que estamos ante un libro sorprendente –y hermoso, por descontado- lo advertirá enseguida quien se acerque sus páginas. En mi caso, confieso, lo que más me llamó la atención, conforme iba avanzando en la lectura fue su solvencia estética, sustentada por algo muchísimo más sólido que la mera prestidigitación verbal, que da lustre al poema, siempre a costa de la sustancia interna. El discurso poético de Josela Maturana se asienta sobre múltiples pilares; pero, puestos a resumirlos, el elemento que los aglutina es, sin lugar a dudas, el rigor de su construcción. Los poemas de Principio de la desolación se me antojan columnas, capiteles, que acogen la estructura de bóvedas y arcos, para configurar, finalmente, un perfecto edificio.
Ese anhelo de perfección, ese ahondar en la esencia de lo hermoso, puede incluso seguirse en los adjetivos que comparecen, significativamente, en el título de las dos primeras partes: Estricta pena, Puro deseo ..., reveladores de que la palabra –y muy en especial la palabra poética- es en sí acto, potencia y memoria de lo nombrado, de modo que precisa muy pocas alharacas para alumbrar y deslumbrar el mundo, ese mundo que todo buen poeta debe crear, erigir, sostener: ninguna, a ser posible, cuando el talento del autor es el más poderoso demiurgo.
Así es como yo he visto a Josela Maturana, cuya trayectoria he seguido con devoto interés, desde La vida inédita (1997) y Oficio del regreso –que le valiera, en 1999, el premio Carmen Conde-, hasta No podrá suceder (2007), pasando por la metafísica sutil de La soledad y el mundo (2000). Un camino de perfección, hubiera dicho Santa Teresa, que culmina por ahora en este Principio de la desolación, sumando a los demás algo que estaba ya incipiente en su obra anterior: la mirada (...y cuanto sé de mí lo debo a la mirada, leemos en un verso magistral). Una mirada que, siendo ojo sin duda, se comporta en el poema como un instrumento al servicio de la memoria y no sólo porque le suministre imágenes –lo cual es natural y poco destacable-, sino porque provoca, regula, aproxima, distancia, matiza y, lógicamente, imprime una mayor o menor subjetividad a lo recordado, convirtiéndose así en luz y guía de esa experiencia apasionante en que, al menos en este libro, puede llegar a ser el ejercicio de la memoria.
La memoria poética de Josela Maturana es totalizadora y abarca, por consiguiente, no sólo las secuencias de lo vivido, sino también sus ensoñaciones colaterales y las fuentes que las animan, ya sean de carácter literario o provengan del cine. Esta sabia amalgama da como resultado la síntesis de mirada y memoria que llamamos visión: la visión de la autora, que integra todos estos materiales en un amplio retablo, cuyas teselas, debidamente secuencializadas, componen un relato, y en él concurren técnicas propias de la novela –el flash-back, por ejemplo-, el cómic, las películas, etc., y también los recursos de la poesía.
La metáfora, desde luego, habida cuenta de que, en su conjunto, todo el libro lo es. O las imágenes de repetición, que apresuran o ralentizan el ritmo del discurso, según demande el tema. Pero, sobre todo, la sagacísima manipulación de la tradición literaria, que allega al lenguaje poético de este libro unos significantes de riquísimo contenido: me refiero al intertexto, un recurso muy peligroso, que aquí se utiliza atinadamente, unas veces tal cual y otras, en los casos mejores, como un gesto de inteligente complicidad con autores y estilos, sin olvidar el baño de frescor que propina a las jarchas, emparejadas nada más y nada menos que con los modernísimos ordenadores, mientras la Soria de don Antonio Machado, trenzada con el Romancero o las cantigas de amigo medievales, pone música a una Epístola irremediable, y la famosa pérgola de Jaime Gil de Biedma sirve su decorado en cartón piedra a los amores adolescentes y marca un tango el gesto del deseo...
Si el mundo de la infancia y los primeros balbuceos juveniles llena la primera parte del libro, la segunda, Puro deseo, nos remite a la idea cernudiana del cuerpo como objeto de aquellas preguntas cuya respuesta nadie sabe, quizá porque necesita el poema un cuerpo que evocar –nos dice Josela en otro verso magnífico- y, desafiando a Heidegger, un hombre es un lugar, pero no es tiempo [...] y los trenes se llevan la nada hacia el paisaje, ese inmenso escenario que, no conforme con enmarcar la vida, arropa la experiencia de la voz lírica y despliega ante los lectores unos cuadros bellísimos que, instantáneas tomadas por la autora, nos acercan reminiscencias pictóricas de Claudio de Lorena, Poussin, Reynolds, Constable, Turner... pasados, eso sí, por la lente de un tomavistas contemporáneo, capaz de ennoblecer el oleaje, los navíos anclados, las playas solitarias, las calles, los comercios, la acuarela que invade los huertos del invierno...
Realidad y deseo, felicidad y dolor son, sin duda, constituyentes fundamentales de la vida, asentada sobre el principio de la contradicción que, por lo que respecta a este libro, es el principio de la desolación, la mirada sincrónica y dual de la mujer que escribe y esa niña que, en su recuerdo, le va suministrando materias redentoras.
No es inocua la memoria. A la autora le duelen los recuerdos, presentados forzosamente como retazos de algo que pasó: un mundo decadente que, sin saberlo, se le fue de las manos, de la propia existencia. Y, como escribió William Wordsworth, la belleza perdura en el recuerdo, es decir, en aquellas materias redentoras que, por algún misterioso procedimiento alquímico, han obrado el prodigio y el retrato que aspira a ser sí mismo se ha convertido en poesía. De este modo, lo que el viento se llevó se transforma en una historia que pudiera explicar/ la razón de una vida en el único leguaje posible, pues el de la literatura es el de la creación y por eso la poeta mira la realidad construida debajo de todas las memorias, al tiempo que cercada por su propia conciencia, que ilumina lo creado.
También, de otra manera, el amor. Su continua presencia revela su importancia. Es un amor real, de carne y hueso, por más que se idealice o el deseo lo vista con galas de ensoñación. Así, lejos de veleidades metafísicas, es un muchacho mudo sobre el tiempo varado, que encarna en su misterio la tremenda vehemencia del deseo y el temor de no hallar lo que se busca: y líbranos de nuevo del amor imposible.
Voy terminando ya. Soy consciente de que Principio de la desolación es un libro tan denso como intenso y no puede, por tanto, despacharse con unas cuantas notas de lectura. Rico, proteico, riguroso en la forma y, desde luego, hermoso, estamos ante un texto que convence, es verdad, al tiempo que emociona y cautiva, quizá por eso mismo, escrito en un lenguaje de base coloquial que, sin embargo, no renuncia al halago de la palabra culta ni vuelve la espalda a la elegancia sintáctica. Un libro, en cualquier caso, para la reflexión y el goce, como es de rigor sean los buenos libros. Josela Maturana, como ya había anunciado en su obra anterior, ha encontrado, no hay duda, y lo diré con sus propios versos, el adjetivo vital de la belleza.
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© Domingo F. Faílde
...Jerez, enero, 2008