- Poullet, Rafael E.: Yo, Juan, el discípulo amado (la historia de amor jamás contada)
Jerez, Tierra de Nadie, 2007.
Un apéndice bibliográfico, sucinto pero certero, cuyas nociones básicas se resumen al principio del libro, pone sobre el tapete los naipes del autor. Lo que viene después, nos advierte, pertenece a la esfera de la ficción y ha de ser entendido como tal. Un aviso que, acaso innecesario, nos anticipa un texto proclive a la polémica, cuando no abiertamente al escándalo. Sin embargo, ahí están las razones, los fundamentos, la autoridad ajena, tan escolástica, recordando al lector que nada de lo expuesto a continuación se sostiene en el aire y que si la palabra, el discurso tejido con mimbres vigorosos, pueden alzar murallas ante el Infierno, otro tanto la fábula.
He aquí lo que sugiere sutilmente el preámbulo, también breve e igualmente certero, con que Rafael Esteban Poullet, como hiciera quinientos años antes el bachiller Fernando de Rojas, previene a sus lectores y se pone, él mismo, a resguardo de andanadas y imprecaciones.
No será ésta la única concomitancia con aquel viejo género que, en los albores del Renacimiento, se llamara comedia humanista, cuyo exponente máximo fue la tragicomedia que hoy conocemos como La Celestina. Y Faelo, todo un clásico, que incluso acostumbra a fechar sus escritos en la era de Augusto, se acoge a las maneras del género aludido y dispone sobre el diálogo el peso de la narración, con la ayuda de entradas y acotaciones que, en este caso, atestiguan que el texto fue, antes que novela, un guión destinado a la pantalla. Lo narrativo, pues, se reduce a pequeñas observaciones, que dispensa el autor con pinceladas breves aunque precisas, para crear, a modo de decorado, una atmósfera estética que, a veces, nos recuerda los cuadros de Alma Tadema, acaso un paradigma de belleza en contraste con la extrema sordidez de determinados pasajes. Lo dramático, en cambio, se expande, poderoso, en el discurso, indicando, sin duda, que, tras la historia y los propios personajes, se yergue la palabra, con sus verdades y sus mentiras, su frío, su calor o su tibieza, como protagonista de excepción.
Estos conceptos condicionan la estructura de la novela, a la cual no es ajena la propia arquitectura de los evangelios, disponiendo el relato en secuencias, ricas en diálogo y concisas informativamente. Con tales elementos, el autor nos adentra en su tesis: Juan, el discípulo amado de Jesús, no era uno más del grupo ni, como se imagina en otra brillante novela sobre este mismo asunto (cf. El discípulo amado, de Antonio Enrique), hijo del nazareno y María de Magdala, sino amado de éste, a la usanza de los efebos griegos que, en una sociedad helenizada, debieron ser, de hecho, apreciados y acaso tolerados en un entorno decadente en el que rivalizaban, por una parte, los saduceos, exquisitos y doctos, fariseos y otros grupos acomodados, dóciles al Imperio romano, y, por otra, un pueblo levantisco y fanatizado, que odia a Roma y se aferra a la equívoca idea del Reino, como tabla de salvación y alternativa de independencia: son los celotes y su brazo armado, los sicarios, con quienes se confunde el ambiguo discurso de Jesús. Los celos del Iscariote, que desea al muchacho y mira a su maestro con reconcomio, le inducen a la traición. Y, una vez consumada, con Jesús en poder de sus enemigos, Judas violará a Juan, que será mancillado horas más tarde por los rudos soldados del pretorio, cuyos brutales procedimientos contrastan con el delicado platonismo que parece presidir las relaciones de Juan y Jesús, no exentas sin embargo de murmuraciones ni ajenas a las fricciones que por su causa estallan en el grupo de discípulos.
Sus disputas, aunque colaterales, no carecen de interés. En primer lugar, porque proporcionan al autor ocasión y fundamentos para caracterizar a sus personajes, con gran economía de recursos; y, en segundo término, porque habrán de servirle al final para subrayar la contradicción entre los hechos supuestamente reales y la versión, depurada y manipulada, que, a través de los evangelios canónicos, se convierte en artículo de fe.
Un capítulo basta, el XXII, para demoler los pilares de la nueva religión y entroncar con las tesis de, entre otros, Alfred Loisy, para quién el reino no llegó; lo que llegó fue la Iglesia. La muerte, violenta y oscura, de Juan, seguida de la quema del manuscrito que sustenta a la novela (y acerca del cual, justo es anotarlo en el debe, no se ofrece noticia alguna), pone los dogmas bajo sospecha. Pero éstos, como advirtió el autor, son objeto de fe y quedan, por tanto, al margen de la razón.
Rafael Esteban Poullet (El Puerto de Santa María, 1935) ha escrito una magnífica novela, en la que, con rigor y sensibilidad, ha sabido volcar su propia visión del mundo. En ella, desde luego, se entrelazan el hondo lirismo del poeta, su obsesión por el mundo clásico y el portentoso conocimiento que del mismo posee, su denodada lucha por la razón y su estética peculiar. Yo, Juan, el discípulo amado es un libro valiente, que entraña muchos riesgos. Narrativos, como el propio lector percibirá. Y otros, naturalmente, que asoman tras el humo de las hogueras, apagadas –y ojalá para siempre- por el aliento de la libertad.
© Domingo F. Faílde
Jerez, febrero, 2007
Jerez, Tierra de Nadie, 2007.
Un apéndice bibliográfico, sucinto pero certero, cuyas nociones básicas se resumen al principio del libro, pone sobre el tapete los naipes del autor. Lo que viene después, nos advierte, pertenece a la esfera de la ficción y ha de ser entendido como tal. Un aviso que, acaso innecesario, nos anticipa un texto proclive a la polémica, cuando no abiertamente al escándalo. Sin embargo, ahí están las razones, los fundamentos, la autoridad ajena, tan escolástica, recordando al lector que nada de lo expuesto a continuación se sostiene en el aire y que si la palabra, el discurso tejido con mimbres vigorosos, pueden alzar murallas ante el Infierno, otro tanto la fábula.
He aquí lo que sugiere sutilmente el preámbulo, también breve e igualmente certero, con que Rafael Esteban Poullet, como hiciera quinientos años antes el bachiller Fernando de Rojas, previene a sus lectores y se pone, él mismo, a resguardo de andanadas y imprecaciones.
No será ésta la única concomitancia con aquel viejo género que, en los albores del Renacimiento, se llamara comedia humanista, cuyo exponente máximo fue la tragicomedia que hoy conocemos como La Celestina. Y Faelo, todo un clásico, que incluso acostumbra a fechar sus escritos en la era de Augusto, se acoge a las maneras del género aludido y dispone sobre el diálogo el peso de la narración, con la ayuda de entradas y acotaciones que, en este caso, atestiguan que el texto fue, antes que novela, un guión destinado a la pantalla. Lo narrativo, pues, se reduce a pequeñas observaciones, que dispensa el autor con pinceladas breves aunque precisas, para crear, a modo de decorado, una atmósfera estética que, a veces, nos recuerda los cuadros de Alma Tadema, acaso un paradigma de belleza en contraste con la extrema sordidez de determinados pasajes. Lo dramático, en cambio, se expande, poderoso, en el discurso, indicando, sin duda, que, tras la historia y los propios personajes, se yergue la palabra, con sus verdades y sus mentiras, su frío, su calor o su tibieza, como protagonista de excepción.
Estos conceptos condicionan la estructura de la novela, a la cual no es ajena la propia arquitectura de los evangelios, disponiendo el relato en secuencias, ricas en diálogo y concisas informativamente. Con tales elementos, el autor nos adentra en su tesis: Juan, el discípulo amado de Jesús, no era uno más del grupo ni, como se imagina en otra brillante novela sobre este mismo asunto (cf. El discípulo amado, de Antonio Enrique), hijo del nazareno y María de Magdala, sino amado de éste, a la usanza de los efebos griegos que, en una sociedad helenizada, debieron ser, de hecho, apreciados y acaso tolerados en un entorno decadente en el que rivalizaban, por una parte, los saduceos, exquisitos y doctos, fariseos y otros grupos acomodados, dóciles al Imperio romano, y, por otra, un pueblo levantisco y fanatizado, que odia a Roma y se aferra a la equívoca idea del Reino, como tabla de salvación y alternativa de independencia: son los celotes y su brazo armado, los sicarios, con quienes se confunde el ambiguo discurso de Jesús. Los celos del Iscariote, que desea al muchacho y mira a su maestro con reconcomio, le inducen a la traición. Y, una vez consumada, con Jesús en poder de sus enemigos, Judas violará a Juan, que será mancillado horas más tarde por los rudos soldados del pretorio, cuyos brutales procedimientos contrastan con el delicado platonismo que parece presidir las relaciones de Juan y Jesús, no exentas sin embargo de murmuraciones ni ajenas a las fricciones que por su causa estallan en el grupo de discípulos.
Sus disputas, aunque colaterales, no carecen de interés. En primer lugar, porque proporcionan al autor ocasión y fundamentos para caracterizar a sus personajes, con gran economía de recursos; y, en segundo término, porque habrán de servirle al final para subrayar la contradicción entre los hechos supuestamente reales y la versión, depurada y manipulada, que, a través de los evangelios canónicos, se convierte en artículo de fe.
Un capítulo basta, el XXII, para demoler los pilares de la nueva religión y entroncar con las tesis de, entre otros, Alfred Loisy, para quién el reino no llegó; lo que llegó fue la Iglesia. La muerte, violenta y oscura, de Juan, seguida de la quema del manuscrito que sustenta a la novela (y acerca del cual, justo es anotarlo en el debe, no se ofrece noticia alguna), pone los dogmas bajo sospecha. Pero éstos, como advirtió el autor, son objeto de fe y quedan, por tanto, al margen de la razón.
Rafael Esteban Poullet (El Puerto de Santa María, 1935) ha escrito una magnífica novela, en la que, con rigor y sensibilidad, ha sabido volcar su propia visión del mundo. En ella, desde luego, se entrelazan el hondo lirismo del poeta, su obsesión por el mundo clásico y el portentoso conocimiento que del mismo posee, su denodada lucha por la razón y su estética peculiar. Yo, Juan, el discípulo amado es un libro valiente, que entraña muchos riesgos. Narrativos, como el propio lector percibirá. Y otros, naturalmente, que asoman tras el humo de las hogueras, apagadas –y ojalá para siempre- por el aliento de la libertad.
© Domingo F. Faílde
Jerez, febrero, 2007