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- Rivera, Julio: Habitación en la tierra.
Jerez, EH Editores, 2006.
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Confieso que, ante el título del libro, sentí cierto recelo. Habitación en la tierra mostraba a todas luces una enorme proximidad a aquella Residencia en la tierra, que firmara en su día el inolvidable Pablo Neruda. Pronto, no obstante, deseché mis cautelas sobre el particular, al comprobar, golpe a golpe y verso a verso, que poco o nada tenían ambos en común, a no ser esa honda palpitación del espíritu en que, según Antonio Machado, se asentaba el misterio de la poesía.
Desterremos, por tanto, la inútil tentación de comparar, si bien me gustaría, por colocar las cosas en su sitio, detenerme en una sencilla cuestión de matiz, que termine de deslindar ambos libros. Y es que si habitación y residencia son palabras sinónimas, existen en origen algunas diferencias que, en el caso que nos ocupa, contribuyen a singularizar uno y otro discurso, conduciéndolos por cauces muy distintos. Residir –según el diccionario de la RAE- significa, entre otras acepciones, estar establecido en un lugar, frente a habitar, que, en su sentido más ecológico, significa vivir, morar. Así habrá que entender esta Habitación en la tierra, concebida como el espacio intrínseco de la vida, acaso el único posible en la vastedad del Universo.
Julio Rivera Cross (Jerez de la Frontera, 1943) pertenece a una casta de poetas de raza, para quienes la obra literaria no puede permitirse lagunas ni flecos. El más alto rigor estético convierte, pues, su pluma en gubia y esculpe, de este modo, sus sintagmas, sus versos, los poemas, piezas perfectamente construidas sobre cimientos tan sólidos como simples: el corazón, el pensamiento, el lenguaje.
De ahí que el propio título, más que una referencia, sea un significante. Al mirar la cubierta, nos encontramos ante un distribuidor, del que parten pasillos (las cuatro divisiones del libro) que llevan al lector a las distintas estancias del edificio: los poemas. La estructura, en sí misma, posee, ya de entrada, un carácter simbólico, que incide sobre la idea central del discurso: la tierra es el espacio de la vida y el hombre, al habitarla, la ha convertido en Mundo, esto es, en objeto de conocimiento, estableciéndose entre ambos una suerte relación interactiva, transformadora y creadora. En suma, un verdadero milagro cósmico, que la ciencia analiza, la técnica transforma y el arte, la poesía, celebran y trascienden, generándose así un movimiento dialéctico cuya expresión natural es el tiempo, frente a lo cual la muerte abre un raro portillo hacia la eternidad.
El poema inicial anticipa al lector el plan del libro. Nos hallamos ante un canto órfico en el que la naturaleza, a través de las criaturas, los elementos, las cosas, glosa su propio orden, su triunfo sobre el caos. Y son ellas –las criaturas, como en el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz- las que, al dar testimonio de sí, testifican el todo. Es un poema de celebración geocéntrica: la tierra se hace Mundo porque la habita el hombre y, como ya hemos dicho, la erige en objeto de conocimiento. Todo en ella es armónico, coherente, un instante que busca eternizarse más allá de la muerte.
No es de extrañar por ello que la primera estancia la habiten los cuatro elementos constitutivos. A la manera de los viejos filósofos presocráticos, Rivera Cross los hace aparecer, uno a uno: la tierra, identificada con la carne del hombre; el agua, sangre o fluido del mundo, al que, no obstante, esculpe con cincel erosivo; el aire, respiración del mundo y sustancia que llena el espacio vacío; y el fuego, la energía, creadora o destructora según los casos. A ellos, por que no todo sea material y tangible, ha añadido el poeta la noche, esa soledad honda/ que fue presentimiento, cuyo correlato hay buscarlo en la incertidumbre, pero también en el sueño, que da paso a la luz de cada día, anunciada por el trinar de los pájaros (Llegan a mi jardín, tal vez el mejor poema de la primera parte), cuyo canto celebra la realidad que la luz ilumina.
Todo transcurre, pues, en armonía, pero ésta no es sino mera apariencia, resultado del conocimiento que ordena las cosas, lo cual, sin embargo, desvela la inquietante presencia de la muerte y la barroca fugacidad de la vida. Tratando de burlarla, el hombre inventa el arte, haciendo que las cosas trasciendan su esencia de utensilio. A través de la contemplación de una crátera griega (En el museo, otro poema glorioso), el yo-lírico descubre la historia, la caducidad de todo cuanto existe, en tanto un cuadro célebre, la Vieja friendo huevos, de Velázquez, muestra la posibilidad de detener el instante, apresando así lo fugaz. Y, por si hubiera duda, el poeta nos lleva a las ruinas de una catedral: todo es desolación, es cierto, pero ahí está, ahí queda, como testigo mudo de sus constructores; en su patetismo –dice Julio Rivera- hay un esplendor que conmueve.
Tras Un cántico esencial, en torno a la poesía y el lenguaje, un poema –extrañamente segregado de su propio capítulo- pone broche de oro a la segunda parte: La luz, grande en su sencillez, construido sobre una anáfora que convierte el título en resplandor. Se trata, sin duda, de un texto iniciático, una especie de mantra o salmodia, con el que hombres y cosas, vivos y muertos piden luz.
Sin olvidar que el arte es hijo de la técnica, el tercer apartado nos conduce a las cosas cotidianas. Si el mundo es una casa, es preciso adaptarlo a la necesidad de sus moradores. Los objetos que nos son familiares constituyen en sí un canto a la experiencia y al trabajo (Nuestros pequeños mundos, otro poema recomendable), pues en ellos reside la verdad, cubierta, desde luego, por el polvo, la débil túnica con que el tiempo viste las cosas.
Para cerrar el libro, el poeta da un salto hacia lo abstracto. De lo concreto, en fin, a la metafísica, buscando una noción de trascendencia que no acaba de definir. Josefa Parra Ramos habla en el prólogo de esa búsqueda que queda, sin embargo, en mera indagación, y digo yo si no es deliberado que el autor, en un alarde de inteligente prestidigitación, haya arañado la niebla –no es la primera vez que aludo a Machado- para enseñarnos sólo los rasguños y hacernos intuir que, en definitiva, en el umbral del sueño/ muestran los nombres lo que no se nombra y que acaso la eternidad sea tan sólo y no es poco la liberación del dolor y de las servidumbres de la vida.
Hay en el libro mucha sabiduría, tributaria de la experiencia, más que de una erudición que se da por supuesta. Como Juan de Mairena, Rivera, también compositor y letrista de canciones flamencas, ha desnudado el texto, lo ha descarnado incluso, para llegar a la esencia de lo nombrado y al misterio inefable de lo callado. Como los alarifes de otro tiempo, elabora el discurso con la piedra pulida de la palabra, sin más ornato ni adjetivación que lo elemental. Metáforas, símiles y algunas prosopopeyas, introducen la nota extrañadora, el toque de maestría.
Y el resto, transparencia.
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© Domingo F. Faílde
Jerez, mayo, 2007.-
Desterremos, por tanto, la inútil tentación de comparar, si bien me gustaría, por colocar las cosas en su sitio, detenerme en una sencilla cuestión de matiz, que termine de deslindar ambos libros. Y es que si habitación y residencia son palabras sinónimas, existen en origen algunas diferencias que, en el caso que nos ocupa, contribuyen a singularizar uno y otro discurso, conduciéndolos por cauces muy distintos. Residir –según el diccionario de la RAE- significa, entre otras acepciones, estar establecido en un lugar, frente a habitar, que, en su sentido más ecológico, significa vivir, morar. Así habrá que entender esta Habitación en la tierra, concebida como el espacio intrínseco de la vida, acaso el único posible en la vastedad del Universo.
Julio Rivera Cross (Jerez de la Frontera, 1943) pertenece a una casta de poetas de raza, para quienes la obra literaria no puede permitirse lagunas ni flecos. El más alto rigor estético convierte, pues, su pluma en gubia y esculpe, de este modo, sus sintagmas, sus versos, los poemas, piezas perfectamente construidas sobre cimientos tan sólidos como simples: el corazón, el pensamiento, el lenguaje.
De ahí que el propio título, más que una referencia, sea un significante. Al mirar la cubierta, nos encontramos ante un distribuidor, del que parten pasillos (las cuatro divisiones del libro) que llevan al lector a las distintas estancias del edificio: los poemas. La estructura, en sí misma, posee, ya de entrada, un carácter simbólico, que incide sobre la idea central del discurso: la tierra es el espacio de la vida y el hombre, al habitarla, la ha convertido en Mundo, esto es, en objeto de conocimiento, estableciéndose entre ambos una suerte relación interactiva, transformadora y creadora. En suma, un verdadero milagro cósmico, que la ciencia analiza, la técnica transforma y el arte, la poesía, celebran y trascienden, generándose así un movimiento dialéctico cuya expresión natural es el tiempo, frente a lo cual la muerte abre un raro portillo hacia la eternidad.
El poema inicial anticipa al lector el plan del libro. Nos hallamos ante un canto órfico en el que la naturaleza, a través de las criaturas, los elementos, las cosas, glosa su propio orden, su triunfo sobre el caos. Y son ellas –las criaturas, como en el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz- las que, al dar testimonio de sí, testifican el todo. Es un poema de celebración geocéntrica: la tierra se hace Mundo porque la habita el hombre y, como ya hemos dicho, la erige en objeto de conocimiento. Todo en ella es armónico, coherente, un instante que busca eternizarse más allá de la muerte.
No es de extrañar por ello que la primera estancia la habiten los cuatro elementos constitutivos. A la manera de los viejos filósofos presocráticos, Rivera Cross los hace aparecer, uno a uno: la tierra, identificada con la carne del hombre; el agua, sangre o fluido del mundo, al que, no obstante, esculpe con cincel erosivo; el aire, respiración del mundo y sustancia que llena el espacio vacío; y el fuego, la energía, creadora o destructora según los casos. A ellos, por que no todo sea material y tangible, ha añadido el poeta la noche, esa soledad honda/ que fue presentimiento, cuyo correlato hay buscarlo en la incertidumbre, pero también en el sueño, que da paso a la luz de cada día, anunciada por el trinar de los pájaros (Llegan a mi jardín, tal vez el mejor poema de la primera parte), cuyo canto celebra la realidad que la luz ilumina.
Todo transcurre, pues, en armonía, pero ésta no es sino mera apariencia, resultado del conocimiento que ordena las cosas, lo cual, sin embargo, desvela la inquietante presencia de la muerte y la barroca fugacidad de la vida. Tratando de burlarla, el hombre inventa el arte, haciendo que las cosas trasciendan su esencia de utensilio. A través de la contemplación de una crátera griega (En el museo, otro poema glorioso), el yo-lírico descubre la historia, la caducidad de todo cuanto existe, en tanto un cuadro célebre, la Vieja friendo huevos, de Velázquez, muestra la posibilidad de detener el instante, apresando así lo fugaz. Y, por si hubiera duda, el poeta nos lleva a las ruinas de una catedral: todo es desolación, es cierto, pero ahí está, ahí queda, como testigo mudo de sus constructores; en su patetismo –dice Julio Rivera- hay un esplendor que conmueve.
Tras Un cántico esencial, en torno a la poesía y el lenguaje, un poema –extrañamente segregado de su propio capítulo- pone broche de oro a la segunda parte: La luz, grande en su sencillez, construido sobre una anáfora que convierte el título en resplandor. Se trata, sin duda, de un texto iniciático, una especie de mantra o salmodia, con el que hombres y cosas, vivos y muertos piden luz.
Sin olvidar que el arte es hijo de la técnica, el tercer apartado nos conduce a las cosas cotidianas. Si el mundo es una casa, es preciso adaptarlo a la necesidad de sus moradores. Los objetos que nos son familiares constituyen en sí un canto a la experiencia y al trabajo (Nuestros pequeños mundos, otro poema recomendable), pues en ellos reside la verdad, cubierta, desde luego, por el polvo, la débil túnica con que el tiempo viste las cosas.
Para cerrar el libro, el poeta da un salto hacia lo abstracto. De lo concreto, en fin, a la metafísica, buscando una noción de trascendencia que no acaba de definir. Josefa Parra Ramos habla en el prólogo de esa búsqueda que queda, sin embargo, en mera indagación, y digo yo si no es deliberado que el autor, en un alarde de inteligente prestidigitación, haya arañado la niebla –no es la primera vez que aludo a Machado- para enseñarnos sólo los rasguños y hacernos intuir que, en definitiva, en el umbral del sueño/ muestran los nombres lo que no se nombra y que acaso la eternidad sea tan sólo y no es poco la liberación del dolor y de las servidumbres de la vida.
Hay en el libro mucha sabiduría, tributaria de la experiencia, más que de una erudición que se da por supuesta. Como Juan de Mairena, Rivera, también compositor y letrista de canciones flamencas, ha desnudado el texto, lo ha descarnado incluso, para llegar a la esencia de lo nombrado y al misterio inefable de lo callado. Como los alarifes de otro tiempo, elabora el discurso con la piedra pulida de la palabra, sin más ornato ni adjetivación que lo elemental. Metáforas, símiles y algunas prosopopeyas, introducen la nota extrañadora, el toque de maestría.
Y el resto, transparencia.
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© Domingo F. Faílde
Jerez, mayo, 2007.-