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18 de enero de 2008

"Principio de la desolación", de Josela Maturana

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Maturana, Josela: Principio de la desolación
Jerez de la Frontera, EH Editores, 2007
Col. Hojas de Bohemia, núm. 14
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Leí, en cierta ocasión, que la buena poesía, lo mismo que el buen vino, entra suave, halaga al paladar y deja un excelente sabor de boca. De este modo –digo yo- no es difícil quedar enganchado a un buen libro y, como nos advierte Juana Castro en el prólogo, leerlo una y cien veces. Me estoy refiriendo, claro está, a Principio de la desolación, cuya autora, Josela Maturana, ha puesto en manos de EH Editores, que lo ha acercado al lector,
Que estamos ante un libro sorprendente –y hermoso, por descontado- lo advertirá enseguida quien se acerque sus páginas. En mi caso, confieso, lo que más me llamó la atención, conforme iba avanzando en la lectura fue su solvencia estética, sustentada por algo muchísimo más sólido que la mera prestidigitación verbal, que da lustre al poema, siempre a costa de la sustancia interna. El discurso poético de Josela Maturana se asienta sobre múltiples pilares; pero, puestos a resumirlos, el elemento que los aglutina es, sin lugar a dudas, el rigor de su construcción. Los poemas de Principio de la desolación se me antojan columnas, capiteles, que acogen la estructura de bóvedas y arcos, para configurar, finalmente, un perfecto edificio.
Ese anhelo de perfección, ese ahondar en la esencia de lo hermoso, puede incluso seguirse en los adjetivos que comparecen, significativamente, en el título de las dos primeras partes: Estricta pena, Puro deseo ..., reveladores de que la palabra –y muy en especial la palabra poética- es en sí acto, potencia y memoria de lo nombrado, de modo que precisa muy pocas alharacas para alumbrar y deslumbrar el mundo, ese mundo que todo buen poeta debe crear, erigir, sostener: ninguna, a ser posible, cuando el talento del autor es el más poderoso demiurgo.
Así es como yo he visto a Josela Maturana, cuya trayectoria he seguido con devoto interés, desde La vida inédita (1997) y Oficio del regreso –que le valiera, en 1999, el premio Carmen Conde-, hasta No podrá suceder (2007), pasando por la metafísica sutil de La soledad y el mundo (2000). Un camino de perfección, hubiera dicho Santa Teresa, que culmina por ahora en este Principio de la desolación, sumando a los demás algo que estaba ya incipiente en su obra anterior: la mirada (...y cuanto sé de mí lo debo a la mirada, leemos en un verso magistral). Una mirada que, siendo ojo sin duda, se comporta en el poema como un instrumento al servicio de la memoria y no sólo porque le suministre imágenes –lo cual es natural y poco destacable-, sino porque provoca, regula, aproxima, distancia, matiza y, lógicamente, imprime una mayor o menor subjetividad a lo recordado, convirtiéndose así en luz y guía de esa experiencia apasionante en que, al menos en este libro, puede llegar a ser el ejercicio de la memoria.
La memoria poética de Josela Maturana es totalizadora y abarca, por consiguiente, no sólo las secuencias de lo vivido, sino también sus ensoñaciones colaterales y las fuentes que las animan, ya sean de carácter literario o provengan del cine. Esta sabia amalgama da como resultado la síntesis de mirada y memoria que llamamos visión: la visión de la autora, que integra todos estos materiales en un amplio retablo, cuyas teselas, debidamente secuencializadas, componen un relato, y en él concurren técnicas propias de la novela –el flash-back, por ejemplo-, el cómic, las películas, etc., y también los recursos de la poesía.
La metáfora, desde luego, habida cuenta de que, en su conjunto, todo el libro lo es. O las imágenes de repetición, que apresuran o ralentizan el ritmo del discurso, según demande el tema. Pero, sobre todo, la sagacísima manipulación de la tradición literaria, que allega al lenguaje poético de este libro unos significantes de riquísimo contenido: me refiero al intertexto, un recurso muy peligroso, que aquí se utiliza atinadamente, unas veces tal cual y otras, en los casos mejores, como un gesto de inteligente complicidad con autores y estilos, sin olvidar el baño de frescor que propina a las jarchas, emparejadas nada más y nada menos que con los modernísimos ordenadores, mientras la Soria de don Antonio Machado, trenzada con el Romancero o las cantigas de amigo medievales, pone música a una Epístola irremediable, y la famosa pérgola de Jaime Gil de Biedma sirve su decorado en cartón piedra a los amores adolescentes y marca un tango el gesto del deseo...
Si el mundo de la infancia y los primeros balbuceos juveniles llena la primera parte del libro, la segunda, Puro deseo, nos remite a la idea cernudiana del cuerpo como objeto de aquellas preguntas cuya respuesta nadie sabe, quizá porque necesita el poema un cuerpo que evocar –nos dice Josela en otro verso magnífico- y, desafiando a Heidegger, un hombre es un lugar, pero no es tiempo [...] y los trenes se llevan la nada hacia el paisaje, ese inmenso escenario que, no conforme con enmarcar la vida, arropa la experiencia de la voz lírica y despliega ante los lectores unos cuadros bellísimos que, instantáneas tomadas por la autora, nos acercan reminiscencias pictóricas de Claudio de Lorena, Poussin, Reynolds, Constable, Turner... pasados, eso sí, por la lente de un tomavistas contemporáneo, capaz de ennoblecer el oleaje, los navíos anclados, las playas solitarias, las calles, los comercios, la acuarela que invade los huertos del invierno...
Realidad y deseo, felicidad y dolor son, sin duda, constituyentes fundamentales de la vida, asentada sobre el principio de la contradicción que, por lo que respecta a este libro, es el principio de la desolación, la mirada sincrónica y dual de la mujer que escribe y esa niña que, en su recuerdo, le va suministrando materias redentoras.
No es inocua la memoria. A la autora le duelen los recuerdos, presentados forzosamente como retazos de algo que pasó: un mundo decadente que, sin saberlo, se le fue de las manos, de la propia existencia. Y, como escribió William Wordsworth, la belleza perdura en el recuerdo, es decir, en aquellas materias redentoras que, por algún misterioso procedimiento alquímico, han obrado el prodigio y el retrato que aspira a ser sí mismo se ha convertido en poesía. De este modo, lo que el viento se llevó se transforma en una historia que pudiera explicar/ la razón de una vida en el único leguaje posible, pues el de la literatura es el de la creación y por eso la poeta mira la realidad construida debajo de todas las memorias, al tiempo que cercada por su propia conciencia, que ilumina lo creado.
También, de otra manera, el amor. Su continua presencia revela su importancia. Es un amor real, de carne y hueso, por más que se idealice o el deseo lo vista con galas de ensoñación. Así, lejos de veleidades metafísicas, es un muchacho mudo sobre el tiempo varado, que encarna en su misterio la tremenda vehemencia del deseo y el temor de no hallar lo que se busca: y líbranos de nuevo del amor imposible.
Voy terminando ya. Soy consciente de que Principio de la desolación es un libro tan denso como intenso y no puede, por tanto, despacharse con unas cuantas notas de lectura. Rico, proteico, riguroso en la forma y, desde luego, hermoso, estamos ante un texto que convence, es verdad, al tiempo que emociona y cautiva, quizá por eso mismo, escrito en un lenguaje de base coloquial que, sin embargo, no renuncia al halago de la palabra culta ni vuelve la espalda a la elegancia sintáctica. Un libro, en cualquier caso, para la reflexión y el goce, como es de rigor sean los buenos libros. Josela Maturana, como ya había anunciado en su obra anterior, ha encontrado, no hay duda, y lo diré con sus propios versos, el adjetivo vital de la belleza.
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© Domingo F. Faílde
...Jerez, enero, 2008